El Meridiano Cultural

MAYO 27 DE 2007 NUMERO 590 CÓRDOBA - SUCRE


La poética de los elementales en
Raúl Gómez Jattin

Autor: Por Alexis Zapata Meza



Hay mucho agua y mucho viento en Raúl le dice a María Cristina sobre las aguas de su cuerpo. El cuerpo es la tierra, el agua la sangre. María camina como Pedro sobre las aguas, es pescadora. A través de la sonrisa, que da confianza, María no se hunde. Ahora, esa sonrisa se la coloca del otro lado de mí, dice. La hace que atraviese de lado a lado, no del lado izquierdo al derecho, no hay izquierda ni derecha, el río es fascista, terrible, monstruoso, por eso le sonríe para que pueda sobrevivir. Más tarde le dice, no soy malvado, solo intento entrar al maleficio de tu cuerpo como un río que teme al mar pero siempre muere en él. Cuando entre en ella la bondad desaparece, hay maldad, incluso maleficio. Es un río esquizofrénico, temeroso, que tiene el final del recorrido donde será devorado.
Esto del maleficio expresa el contexto cultural del Sinú donde la magia se convierte en un instrumento de control social. Un verdadero sinuano, que ha alimentado su inconsciente con el mundo de creencias que nos alucina y nos confunde torres tenebrosas que le cambian el rumbo a los hombres y mujeres. Raúl mismo usó de eso cuando preparó el gallo fino de su infancia para la pelea de la muerte. El agua es sangre y es tiempo, el cuerpo es espacio y escenario. Cuando el tiempo corre por el espacio el cuerpo no puede hacer nada, es escenario de sí mismo. María es agua amarga, Cristina, es Cristo; Isabel, es vela izada, viento, pensamiento. Raúl es Cristo crucificado entre la pasión amarga y el pensamiento leve. Raúl es el escenario de su mismo Cristo.
La imaginación creciente del poeta se le convierte en un río de semen que lo hace temblar así, delirante, engatilla su falo y lo hace disparar hacia la Vía Láctea, el gran espacio sideral. El río es lava seminal que fertiliza el universo. Siente la disposición de fortalecer en plenitud a la naturaleza con placer. Su urgismo imaginativo entonces para el mundo, para el tiempo. El mundo se fertiliza con las verdades rotundas que el poeta nos lanza, sus pensamientos, reflexiones, su semen delirante. Que buscan abrirnos la conciencia. El compromiso de la poesía es preñar el mundo con sus revelaciones de Sara Ortega de Petro tiene tanto en él como de las lluvias. Afirmar esto en el Caribe significa mucho. Sara hizo parte de su infancia de asmática, ella le enseñó el vitalismo de la cultura africana, visión de mundo que lo acompañó en su sentido de vida. Los inviernos en sus lluvias torrenciales nos marcan con sus dimensiones catastróficas; recrean nuestra capacidad de asombro. La fuerza del lenguaje del poeta quizás venga de éstas.
Aún así, la naturaleza del trópico le dio a la vista de Raúl un arsenal de insectos que lo atacaban para despertarle la percepción. Un mediodía vio un gusano erizado de cristal que nunca terminaba de pasar, se restregó los ojos y descubrió que era un río, el Sinú transmutado. En otra ocasión, ya de tarde, vio descender un gran huevo dorado que se posó en las ramas de un palo de mango en la otra orilla. Vivía alucinada, era el sol, pero nunca tuvo certeza de eso. Aún así no se dejó desbordar por la sensualidad. Observó que el hombre del Sinú se cerraba a las ideas renovadoras que sus relaciones sociales tradicionales no los movía nadie, menos de su gran empresa económica, La Hacienda. Vio además que el río por Heráclito significaba devenir, cambio de aguas. Cayó en reflexión, se dijo, el hombre del Sinú es una paradoja, porque siendo un hombre de río tiene la conciencia negada.

Nadie, yo digo que nadie, ha descubierto con tanta certeza la condición humana del hombre sinuano. Levantó el velo, la descubrió impúdica, comiéndose sus propias entrañas.


Es antifilosófica, ante una negación no sabe afirmarse. Es antidialéctica, sobre todo cuando está ante un río, que por naturaleza es símbolo de la dialéctica. ¿Dolor? Ninguno, colocó el dedo en la llaga. Raúl es ante todo una pedrada. El sinuano es un insulto a la inteligencia, y Raúl su fustigador. A los poderosos, hechos a la medida del poder de sus propiedades no les pide como mendigo una limosna de su heredad, sino una sonrisa, eso precisamente que por ser insaciables no temen. Ha dicho la verdad y tiene el derecho a escardarle el alma a quien no quiere escucharla. Raúl también es viento. Una mañana borracha de sol descubre que las carnes de Sara son aladas, que podría remontarse como un pájaro impulsado por el Dios de los pájaros, y conmovido se da cuenta de que el infinito y la nostalgia tienen el mismo color. Catalina, la que va y viene, es un corazón de viento. Es tan amorosa que de ella quisiera ser el viento. Le atrae ser leve en un mundo tan rudo y pesado. El cuerpo de Sara está tallado en carne alada, en un arte imposible, sólo dado por el delirio. Raúl nos veía a través del trance poético.
Cuando el viento tiene que salvarlo, nadie lo salva, declara: Cuando llegó tu carta rumorosa como el viento había lanzado todos los libros a la calle, y como no estaba el mío, me tuve yo mismo a la intemperie. Como todo el mundo se niega, negaron al poeta. Adolorido, tuvo que salir a la intemperie. Así lo vimos, y aún, no lo comprendimos. El acto fue real, tiró los libros a la calle, quemó la casa junto con todo y demonio encima del caballete, luego huyó, descalzo y enloquecido.
El Sinú también es tierra, mango oloroso, granadilla, rayuela rayada en el suelo. Lo más poético es que es fuerza de monte que nos acecha desde la infancia, que en Raúl, se convierte en tigre y lo tumba de espalda. El psicoanálisis ha develado que el inconsciente lo rayamos con las primeras marcas de la infancia, y después serán las definitivas, las primeras y las últimas. La rayuela que había hecho en el patio de Isabel, bajo el mamoncillo, se le pegó en el alma, y ya más nunca pudo librarse de ella. Isabel que se le convirtió en su pensamiento.
Sabe que la tierra da frutos genuinos como el mango, que el peor fruto es él, una llaga, una tierra de nadie, una pedrada. Ama al Sinú, pero el Sinú lo odia porque tiene más verdades en sus manos que todo el mundo teme. El Sinú es oloroso, él hiede a mendigo. Los amigos cuando buenos son ingenuos, no sirven para transformar el mundo. Los demás, que son los malos, afianzan el mundo a la medida de su mezquindad. No le dejan aire al poeta.
El poeta también fue fuego, se hizo hierba para fumarse a sí mismo, saber a qué sabía el fuego cuando nacía de sus entrañas. La hierba como una forma de crecer en los espacios de la libertad. La marihuana, antes que vicio, fue en Raúl una opción de ser a su manera. Aprendió a encenderse a sí mismo porque Sara, atávico África vino a eso. Inoculado el vitalismo la hierba era la única vía de escape de tanta fuerza de monte. Necesitaba ebriedarse porque una sociedad psico–rígida, llena de prejuicios y distorsiones, no lo dejaba ser. El fuego es purificador, le permitía limpiarse de tanta vascuencia con que habían intentado llenarle el espíritu.
Sus padres todos tenían su propio fuego. En Lola Jattin circulaba el sol ebrio de las montañas del Líbano, y en Joaquín Gómez un sol de palomas y de frutales. El fuego de sus padres es externo, muy distinto al interno que le enseñó a hender Sara a través del grito libertario del vitalismo. Esos soles de frutales se maduraban y le volvían débil el alma. Tenían un ciclo. El interno lo cohonestaba con el tiempo universal.
En el laberinto de los elementos en las formas de pensar y de sentir del poeta, el agua es más corriente, río, que aguas estancadas, místicas, edípicas. Raúl decidió lanzarse al vacío, ser pájaro ebrio de sol y de vientos. La carne alada de Sara le dio la clave. Sin la fortaleza del vitalismo atávico no hubiera resistido los ataques feroces de los seres despóticos, insensibles, crueles de la sociedad psico–rígida que lo señalaba y acusaba. El agua le daba el camino y con el fuego lo transitaba. Su capacidad de asombro, de sutiles sorpresas, le permitía andar en el río sin ser pez en el agua, que se automatiza. Andaba sobre el río, tenía caña de pescar. Cada verso era un sábalo que cogía. A veces cogía hasta tiburones, los tigres del agua.
Al viento de las poderosas le temía, porque traían la palabra que lo negaba. Prefería el humilde viento del corazón tierno de Catalina, la carne alada de Sara. En la tierra donde no tenía afincado ningún interés de propietario, prefería ser una pedrada, tierra de nadie, no hollada por la gente sin espíritu, que siendo dirigentes tienen alma de capataces. Raúl, gracias a la indolencia, se tiró al vacío a enriquecer su percepción.



(Artículo enviado por Internet)